¿Saben ustedes de qué viven las joyerías? Del sentimiento de culpa.
Porque hay tíos que ponen los cuernos… Y como luego se sienten mal, acaban comprándole una joya a su pareja. Y es que eso de que el amor es el sentimiento que mueve el mundo no es verdad… Lo que mueve el mundo es el sentimiento de culpa.
Cuando uno nace, no sabe lo que es sentirse culpable… De pequeños, somos como Pinochet: tú puedes pasarte toda una tarde quemando hormigas con una lupa y te quedas tan tranquilo… no se te ocurre comprarles ninguna joya.
Pero esto dura poco. Porque el sentimiento de culpa es como los pelos del sobaco: naces sin ellos pero te van saliendo con el tiempo. Un día, alguien te pregunta:
- ¿Tú a quién quieres más: a tu papá o a tu mamá?
- Y como todavía no te han crecido pelos en el sobaco no piensas “¡Qué cabrón…!. Y sueltas:
- A mi mamá.
- Y se monta una…
- O sea, que no quieres a tu papá… ¿No te da pena?
Y te pasas toda la noche angustiado, imaginando que tu padre se suicida dándose cabezazos contra el televisor. Y tú te pones a rezar: “Por favor: que no se suicide mi papá, que no se suicide mi papá… que mañana ponen los Pokémon”.
Y lo peor es que a medida que vas creciendo, el sentimiento de culpa crece contigo. Un día coges una cogorza, le vomitas el coche a un amigo… ¡Y aunque tú no quieras te sientes culpable!
- Manolo, no me encuentro bien… ¿Tienes una bols…? ¡Boooooarjjj! Joder, tío, perdona, me siento fatal.
- Coño, Josema, que el coche no es mío, es de mi padre. - Deja, Manolo, no intentes animarme, me jode igual…
Pero el sentimiento de culpabilidad no para de crecer. Llega una edad en la que te sientes culpable por todo. Estás sentado en el autobús, ves que sube una ancianita temblorosa. ¡Y se acabó lo de ir cómodamente sentado! Tienes que hacer todo el viaje con la cabeza retorcida, mirando por la ventanilla, haciendo como que no la ves… Que cuando llevas un rato piensas… “Hay que ver qué mal lo pasaban los egipcios! ¡Y qué poco respeto tenían por las abuelas!”.
¿Y cuando sales del ascensor y ves que tu portera está fregando el portal? ¡Te sientes un cabrón por no ser capaz de levitar! E intentas atravesar aquello de puntillas. Que pareces la lagartija del National Geographic.
Menos mal que un día te das cuenta de que el sentimiento de culpa también es un arma… y decides utilizarla. Por ejemplo, para pedir un aumento de sueldo. Porque lo tuyo, más que un sueldo, parece un premio Nescafé: “Cien mil pesetas al mes para toda la vida”. Así que te metes en el despacho del jefe y le dices:
- Don Amalio, nunca me he pedido una baja. Cuando se murió mi padre, lo enterré en domingo para no faltar. Y gano tan poco que tengo la nevera vacía…
Pero tu jefe, que te ve venir, contraataca:
- Hombre, Gutiérrez, parece mentira: ha tenido diez años para pedirme el aumento y elige justo un momento en que la empresa está en crisis, estamos en medio de una fusión y mi hijo ha suspendido cinco… Y, además, no se queje, que yo a mi padre lo tengo sin enterrar desde hace dos meses esperando a que la empresa se recupere.
En ese momento te sientes tan culpable que te dan ganas de decirle:
- Perdone, don Amalio, si quiere me llevo a su padre y lo meto en mi nevera… Así la lleno.
De todos modos, donde más se utiliza como un arma el sentimiento de culpa… es en la pareja. Los tíos, cuando queremos algo de ellas, nos ponemos malos…
- Chata, baja tú la basura que tengo acidez.
¿Qué tendrá que ver? Es como decir: “Chata, toca tú la guitarra que yo tengo caspa”. Esto es lo que hacemos los tíos, pero lo de ellas es terrorismo emocional. Cuando quieren conseguir algo de nosotros… ¡lloran! Porque saben que eso nos desarma. Si ella quiere ir a ver la última de Russell Crowe, nunca dirá: “¿Vamos a ver la última de Russell Crowe?”. No… eso no es femenino. Ella espera a que te sientes en el sofá con la cervecita y las zapatillas… Y cada vez que la miras pone cara de José Luis Perales. Hasta que le dices:
- ¿Te pasa algo, cariño?
- Nada…
- Mujer, como tienes esa cara…
- ¿Y qué cara quieres que ponga, si ya no me quieres?
- Oye, pero ¿por qué dices eso?
- Pues porque ya no salimos nunca, ni al cine, ni a ver películas de Russell Crowe ni nada.
En ese momento sientes como el gusanito de la culpa crece y crece hasta convertirse en Godzilla… Y te sientes el miserable más grande del mundo mientras ella llora hecha un ovillo en el sofá… Así que le dices:
- Venga, cariño, que me da igual el futbol (mentiroso), vámonos ahora mismo al cine. Sólo te pido un favor: ¿nos podemos llevar al padre de mi jefe, que lo tengo en la nevera y me da cosa dejarlo solo?