ELLAS
Habían sido esas compañeras de estudios que a los quince años comparten todas sus confidencias durante los recreos. También se veían fuera del colegio, cada vez que podían.
Y como a esa edad se tienen tantos desconciertos, y muchas preguntas hirviendo, y un miedo sin declarar por el resto de vida que está por venir, y unos ardores en el corazón y en la mente y en la entrepierna que no son normales, y como está la inquietud flotando por cada uno de sus pensamientos y la ilusión expandiéndose por todos sus planes, y como la mirada mira a través de cristales rosas y una cree en el amor al mismo tiempo que duda de si sabrá desenvolverse en él, y como nadie ha informado de las medidas exactas del amor para reconocerlo si se presenta, y los chicos –con sus hormonas insoportables y su torpeza inaguantable- son como moscas en verano girando incansablemente en torno a las chicas, no queda más remedio que soportar esa etapa de la vida procurando salir indemne.
Como a esa edad casi todas las historias de las chicas de quince años son iguales, Pilar le contaba a Natalia exactamente lo mismo que Natalia le contaba a Pilar. Con los mismos puntos y las mismas comas, los mismos sueños alterados, y la misma cabeza que se llena de despistes a los que sí les prestan atención mientras que desatienden las cosas que les suceden porque les tienen que suceder por eso de que son unas jóvenes en flor.
Antes de los diecisiete Natalia ya se había comprometido con un chico con el que pensaba compartir el resto de su vida, porque estaba superenamorada –lo cito textualmente- y megahappy –en realidad dijo megajapi-.
Pilar se debatía entre un impulso interior que la hacía rechazar a los chicos sin saber por qué, y un planteamiento lógico -que se basaba en la experiencia de las otras chicas del colegio ya que todas se iban emparejando-, que le decía que le tenía que gustar alguno de esos muchachitos, casi todos iguales, cuyo acné estaba a punto de erupcionar, o bien el raro de las gafotas gordas, o el feo simpático que con su gracia conseguía desbloquear los corazones más atrincherados, o cualquier otro ya que el guapísimo estaba descartado para no tener ocupar el puesto cien en la cola de pretendientas –lo pensó con esta palabra-, pero su corazón no se alteraba en la presencia de ninguno de ellos, y pensar en ellos, en vez de despertarle alguna de las pasiones instintivas que se mantenían en hibernación, lo que lograba era provocarle una reacción violenta cuyo origen o razón desconocía.
A los diecisiete conoció a Luís y salieron juntos durante casi seis meses, aceptó sus besos con educación, pero sin pasión, dejó que le sobara las tetas sin protestar y que le tocara por encima de las bragas, pero cuando le propuso que se acostara con él salió corriendo y no volvió a verle.
A los dieciocho tuvo otra experiencia con Freddy, pero se desarrolló de un modo parecido y acabó del mismo modo.
A los veinticinco seguía sin estrenarse en eso de los asuntos amatorios con los hombres. Decidió, avergonzada y preocupada, que tenía que poner fin a esa irregularidad, y una noche salió con la firme intención de no volver a su casa con la virginidad puesta, y en cuanto hubo tomado tres gintonics se soltó en el arte de seducir y se comportó como una maestra nata, y ese rubio que la taladraba con los ojos y la desnudaba con la mirada fue el elegido, el que tuvo el honor de creer que la seducía con sus encantos, y el que la llevó al Hotel Playamar, habitación número 107, donde no precisó de esforzarse para rematar la faena conquistadora puesto que fue ella quien se lanzó sobre él, quien le besó con la lengua más ardiente, recorrió su pecho humedeciéndolo, y cuando notó que el miembro estaba en condiciones de penetrarla, le arrancó el resto de la ropa, se despojó de la suya rápidamente, y consumó el acto.
La experiencia le dejó indiferente y decepcionada. Esperaba otra cosa. Natalia le dijo que era así las primeras veces, que tenía que seguir insistiendo. Y que “el placer tenía que ser siempre para él y si había suerte, para ella también, pero que no se preocupase mucho por ello: te apañas luego tú sola”, le dijo. “En el matrimonio no todo es felicidad”, añadió sin querer aclarar nada más.
Natalia, que para entonces llevaba un año casada, le había confesado unos días antes que ya no estaba superenamorada ni era megahappy. “Ya hemos entrado de lleno en la rutina matrimonial y es mortal”.
Pilar estaba sorprendida por ese desencanto tan inmediato, a pesar de que la pasión del noviazgo se había ido desanimando cada día un poco, según le contó Natalia, y de que siguieron juntos porque ninguno de los dos se atrevió a sacar el tema del enfriamiento, ni tuvieron el valor de llamar a las cosas por su nombre, así que ya fueron un matrimonio aburrido desde antes de casarse. Él encontraba el amor en otras mujeres y la pasión en otras camas; tenía tres “novias” con las que no pensaba casarse, por supuesto; era un hábil maestro en jugar con ellas y sus sentimientos, y un experto en montar rompecabezas haciendo cuadrar días e historias para poder seguir adelante con todas además de atender en lo básico e imprescindible a Natalia.
Retomaron con más intensidad la amistad que nunca habían perdido. Se atrevieron con más intimidades de las que habían compartido hasta entonces, y una cosa les llevó a otra, y cuando Natalia le contaba cómo le acariciaba al principio su novio, Pilar le pidió que se lo hiciera a ella del mismo modo, para entenderlo mejor. Y cuando sintió la mano dúctil haciéndole la caricia, y aunque no había en ello pasión ni intención, sintió, por fin, el escalofrío en el alma y en la entrepierna con los que había soñado los últimos diez años.
Se estremeció doble o triplemente, porque aquello fue absolutamente inesperado. No se le había pasado por la cabeza que pudiera estar interesada sentimental o sexualmente en las mujeres con tantas ganas reales, porque cada vez que una sospecha de que pudiera ser así se había atrevido a insinuarse la había despachado con una ducha de agua fría, “qué imaginación más osada la mía, metiéndose donde no la llaman”, se decía, y borraba a conciencia, con ácido y lejía simbólicos, cualquier señal que pudiera haberle quedado de eso, porque ya se habían encargado las monjas de aclararle insistentemente que “eso era contra natura” -y se habían regodeado en demonizarlo bien a conciencia para que no quedaran dudas y para que no le quedaran ganas de probarlo-, “que era un pecado de los gravísimos imperdonables, mortal de necesidad, la más dolorosa ofensa al Niño Jesús y el desencanto y las lágrimas para la Virgen María que está en los Cielos, válganos Dios, que eso era lo último que podía pasar porque lo siguiente ya era el fin del mundo y el Juicio Final del que una saldría, por supuestísimo, declarada culpable y pasaría en el tenebroso infierno el resto de la eternidad, Padre nuestro que estás en los cielos. Amén”, que así se lo decía Sor Gertrudis mientras le acariciaba disimuladamente las piernas y los glúteos con la excusa insostenible de comprobar estrictamente que llevaba puesto el culot reglamentario.
Apartó a un lado la letanía que había soportado en su interior tantas veces, y le pidió a Natalia que repitiera la caricia con más cuidado, ”un poco más despacio y levemente”, y Natalia lo repitió sin entusiasmo pero un poco más tiernamente, sólo con las yemas de los dedos, y poco a poco las deslizó por el cuello, y en el instante que ya alcanzaba la clavícula y se iba a retirar, Pilar le retuvo la mano, con firmeza, y le obligó a que siguiera bajándola mientras la guiaba hacia el centro donde la blusa dejaba espacio suficiente para que entrara la mano hasta sus pechos.
Natalia no hizo un gesto brusco para escapar. Cambió su cara de sorpresa inicial por una de esas caras que ponía a los quince años cuando aparecía en sus conversaciones cualquier asunto relacionado con el sexo, que se escandalizaban y envalentonaban a un tiempo, y le vino a la mente con una claridad asombrosa la cara pícara de una Pilar que uno de aquellos días le preguntó si se atrevería a besar a una chica, a lo que respondió escandalizada que no, y Pilar dijo que ella sí, puso los labios de forma que parecían unos morros mullidos, invitándola descaradamente, y Natalia, para su propia sorpresa, depositó un beso rápido, se rió con unas carcajadas estruendosas que aún retumban en aquel aire y se marchó corriendo para su casa sin mirar hacia atrás.
Su rostro se fue tornando sorprendentemente anhelante, y con un brillo vivo en la mirada; sus ojos se entrecerraron en la medida exacta del deseo, y no necesitó que le sujetara la mano porque fue ella, desconociéndose, quien buscó el pecho con avidez y quien ofreció su propia boca abierta a Pilar.
Lo siguiente que pasó no fue torpe, sino que pareció un ballet largamente ensayado, porque todo fue preciso y precioso, desde la parsimonia y exactitud con la que cada una desabrochó la ropa de la otra hasta las caricias con sus lenguas; una sabiduría desconocida fue marcando el recorrido exacto, la dirección correcta y la presión dulce en las cuatro manos, y permitió que se manejaran con una soltura inaudita al recorrer todas las curvas de la otra.
Francisco de Sales
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