YO QUIERO DAR MI VIDA POR ÉL
Por aquel entonces, cuando él apareció en mi vida, yo tenía diecisiete años y tres meses.
Un sábado, mientras tomaba un refresco con mis amigas en la terraza de un bar, se acercó un chico.
- Me llamo Gregorio -dijo mientras me ofrecía una sonrisa y su mano-, Goyo para los amigos -añadió-; la he estado observando. He quedado prendado de usted y quiero conocerla.
Tenía veinte años muy maduros. Una voz de locutor de radio que nos encandiló a todas. Manos de marqués. Un bigote aún indeciso. Trato amable, seductor. Un sexto sentido para comprender plenamente a las mujeres y una capacidad para escuchar que le hacía a una sentirse importante.
Goyo tenía un éxito tremendo con las chicas.
Conmigo también.
Quizás tendría que escribir que conmigo más que con ninguna otra, porque lo nuestro fue la confirmación de ese dicho del amor a primera vista.
Fue un amor auténtico desde el primer día. No un enamoramiento, ni un capricho, ni una argolla a la que amarrar mi corazón para que se sintiera seguro.
Fue un amor de esos que habría que escribir con mayúsculas.
A él le pasó lo mismo. Fui la única chica que entró por sus ojos, la única a la que dio permiso para avasallar su corazón, y la única a la que consintió voltearle los sentimientos como si fuera la niña malcriada de los caprichos del destino.
En seguida me propuso que saliéramos solos el siguiente domingo y acepté.
Y a partir de ahí recuerdo poco más, porque desde la nube en que yo me encontraba se veían mal las cosas que pasaban en la tierra.
Ya sé que lo lógico habría sido que todo fuera inolvidable, y que a lo largo de mi prolongada vida lo hubiera recordado tantas veces que sería imposible de borrar, pero manda la realidad y no la lógica.
Muchas otras cosas también se han ido borrando diluidas por el tiempo, o se han gastado de viejas o se me han perdido en la memoria y no sé cómo buscarlas.
Tengo sesenta y ocho años.
Para unas cosas tengo el cerebro afinado y para otras es un desastre. Al final, siempre me consuelo con lo mismo: pienso que me han pasado tantas cosas por el pensamiento a lo largo de mi vida que para tenerlo todo archivado hubiera necesitado tres cabezas y diez memorias.
Y estoy peor ahora, con este dolor tan grande que sufro por esto que estoy pasando, que es lo más doloroso de todo lo que me ha pasado en la vida… es un dolor del que no me recupero y del que ya nunca me pienso recuperar.
Goyo era un auténtico caballero, muy respetuoso en el cumplimiento de las reglas. Le gustaban las cosas bien hechas, por eso después de haber salido solos durante treinta y dos domingos gloriosos, quiso que concertara una cita con mis padres para comunicarles su interés en formalizar nuestra relación.
Intenté convencerle de que no era acertado.
Le pedí que esperase un poco más, que me diera tiempo para ir preparando a mi padre con paciencia, para ir ablandando su corazón, para ir desmontándole poco a poco de su idea rígida de que yo no tendría novio formal hasta que finalizara la carrera de medicina y fuera la Doctora Esperanza García de Salazar Uruñuela, para heredar su consulta y los clientes que quedaran vivos para entonces.
Sabía que mi padre era terco, y que sus ideas estaban grabadas en piedra y sus decisiones eran inamovibles, por eso le pedí a Goyo que aplazara la petición de relación formal, porque hasta pocos meses antes yo era para él su Esperancita, una niña, y mi padre era tajante en su desconfianza. Decía que las parejas jóvenes se deshacen en cuanto se pasa la efervescencia de eso que bautizan paganamente como amor, y sentenciaba que si un hipotético noviazgo mío se malograra, después tendría que padecer la preocupación por el reguero de murmuraciones que eso iría dejando, y dolerse por el estigma que aparecería en su apellido: García de Salazar, el de la hija que tuvo relaciones con un novio que la dejó abandonada, y a eso habría de añadirse la procesión de dedos envenenados que le señalarían a partir de entonces.
Mi padre repetía una frase que podía haber aparecido en uno cualquiera de esos emblemas familiares de la Edad Media: ANTES MUERTOS QUE EL HONOR MANCILLADO.
Y todo ello sin contar con el peor de sus temores, su temor favorito: el riesgo de un embarazo en pecado.
Pero Goyo no cedió. Insistió tercamente hasta que consiguió que un día –y esto sí lo recuerdo muy bien- pudo tener una cita con mi padre, que se puso agresivo y a la defensiva desde el principio. Le contó lo que le dejó contar antes de estallar en un griterío descalabrado de improperios y maldiciones, de prohibiciones y amenazas, de condenas y chantajes. Goyo se marchó destrozado.
Lloré imparablemente hasta las siete de la mañana del día siguiente. Fue un parto borrascoso de lágrimas amargas que manaban de un corazón descorazonado. Me lloré a mí misma, por mi pena y mi futuro, por el negro decorado para mi vida, por cómo habían desaparecido mis ilusiones de un modo tan tajante e irrevocable.
A las siete y dos minutos entré en su habitación y desparramé una retahíla de memeces que se me habían ocurrido a lo largo de la noche. Entonces fui yo quien le amenazó. Primero, con marcharme de casa. No se inmutó. Entonces le dije que si no me autorizaba a casarme con Goyo dejaría los estudios y me haría Pura. No se le movió nada en su interior. No me quedó más remedio que decirle, desde el alma, con voz desesperada, que me quitaría la vida. Se dio la vuelta en la cama y siguió durmiendo.
A las fatídicas cinco de la tarde vino a buscarme una pareja de la Guardia Civil que me acompañaron al Convento de Clausura donde pasé los siguientes treinta y dos años de mi vida.
Hasta que no pasaron los primeros cien días del encierro no me fui amansando. Una desconocida guerrillera, capaz de persistir en aquella descabellada amenaza de suicidarme, se había manifestando en mí; mi corazón me incitaba a la fuga y a la desesperación y al amor.
Me regalé sin darme cuenta. En algún momento me vi abandonada por mi personalidad y mi fortaleza, pero no recuerdo en qué minuto capitulé, a quién entregué la bandera de mi rendición, qué cansancio infinito me dejó sin garras, cuándo abandoné la lucha y renuncié a ser yo. Si sé que desapareció de mis prioridades la de escapar de aquel Convento que acabé aceptando como refugio.
Y también sé que el encierro me iba borrando de mi vida, pero nunca borró a Goyo.
Sé que perdí mi destino y que le dieron a otra mi porvenir.
De esto me enteré en la tercera visita de mi madre, cuando se cumplió el tercer año de mi enclaustramiento.
Me dijo que la vida le había dado la razón a mi padre, porque se había enterado de que ese que quería ser tu novio, se había casado con una costurera y ya tenía un hijo, y otro encargado.
Hasta que no se marchó mi madre no quise hundirme. Me mantuve firme en el silencio inexpresivo con el que le pagaba su alianza con mi padre. Les había echado de mi corazón.
Muchos años después, a medida que esa mujer siempre abatida se iba cargando de más años, fui comprendiendo que no podía enfrentarse a la tiranía de mi padre, que si quería sobrevivir tenía que asentir y consentir, que nunca había sido ella misma... y hubo un momento en que mi torpeza se iluminó con el fogonazo de un rayo que advirtió de la tormenta de llantos que llegó después, cuando me di cuenta que mi madre había soportado a mi padre por mis hermanos y por mí; que sí había tenido el deseo de escaparse con nosotros, de evadirnos de aquella tiranía, pero no tenía preparación ni fortaleza para sacar adelante ella sola a sus seis desgraciados pequeñuelos, y supe que sus silencios eran llantos enmudecidos, que sus pocas caricias eran la esencia de su amor, que los castigos injustos con que nos martirizaba mi padre eran puñaladas para su corazón, y que su única insubordinación fue aplacada con una tanda de correazos y un golpe que le produjo una leve cojera que la acompañó por siempre.
Cuando mi madre me dio su abrazo tibio de despedida, hasta el próximo año, hija mía, y me pidió reza mucho y deseó ojalá encuentres la paz en esta Santa Casa, fui a trompicones hasta mi celda, aunque no era la hora de reclusión, atranqué la puerta con el armario, y me desconsolé en el griterío de un llanto estruendoso que atrajo a todas las monjas y a la Madre Superiora.
Si no hubieran echado la puerta abajo con la ayuda de un hacha me hubiera dejado morir, porque el alma rota no se repara con buenos deseos y palabras alentadoras, sino con la muerte, y pensar que Goyo, de quien esperaba que se quedara soltero porque no podría compartir su espíritu con otra que no fuera yo, mi idealizado Goyo, se había casado con otra mujer al muy poco tiempo de que me robaran de su vida, y era otra mujer quien escuchaba su voz de locutor de radio, era otra la mujer que recibía la bendición de sus palabras de poeta, y era esa misma otra mujer la que cada noche se enroscaba en su cuerpo y hacía el amor con él.
Tuvo que venir un médico a verme. Los latidos se aceleraban alocadamente, a ratos, y en el siguiente vaivén los pulsos no aparecían registrados en ningún medidor; el aire se aquietaba como piedra o iniciaba un galope de pulmones desbocados; la vida se rendía a la muerte, pero poco después se arrepentía y volvía para resucitarme.
Las Hermanas se turnaron para cuidarme durante los siguientes siete días, hasta que la calma fue encontrando huecos en los que aposentarse, el corazón recordó el latido correcto, el alboroto de la respiración se hizo invisible, y mis ojos, por fin, amanecieron en los párpados aunque tan apagados como un sol triste de invierno.
Así transcurrieron esos treinta y dos años de vacío. Nunca me integré en el mundo monacal. Fui una monja díscola, pero no molestaba demasiado y se me podía soportar.
El sacerdote que nos visitaba dejó de intentar recuperarme para el rebaño: los libros religiosos se rindieron al no conseguir mostrarme la luz que alumbrara mi camino y Dios se dedicó a otros menesteres menos frustrantes.
Mi único alimento espiritual era fantasear con Goyo. Cerrar los ojos y encontrarle esperándome en el mundo de los sueños, siempre dispuesto, siempre amante, o entregarme a noches de lujuriosos y pecaminosos pensamientos, enzarzarnos en diálogos de enamorados; hacer planes de futuro que no tenían futuro, maldecirle por la traición, enviarle mis peores deseos a su esposa, rogar que sus hijos fueran tarados, o hacer crecer en mi deseo cualquier otra propuesta que la parte más perversa y más retorcida de mi mente me hiciera; y pedirle perdón inmediatamente, de rodillas, por haber dejado que mi envidia se expresara, y llorar, llorar, llorar...
Mi mente no me necesitaba para sus asuntos, ya que era capaz de maquinar por su cuenta, y, muchas veces, yo sólo era la esclava muda de mis pensamientos.
Gastar los años... ese fue el propósito.
Por eso, en realidad no hay más de aquella larga época, hasta el día en que mi madre, en una de sus visitas anuales, me dijo sin malicia que Goyo, el chico aquel que quiso ser tu novio, había enviudado en abril, el pobre, se ha quedado solo con los dos hijos, menos mal que ya están criados, lo que es la vida, tan joven, dijo.
Dijo muchas cosas más, pero no para mí. Yo me quedé enganchada a esa noticia. Me quedé más mal que bien, porque me sentí culpable de que hubiera pasado: me sentí culpable porque yo había invocado al demonio para que pasara esa desgracia.
Pero en seguida pensé otra cosa: que Dios era justo y había decidido darme la oportunidad que me debía.
Le hice varias preguntas a mi madre, para confirmar que era cierto lo que yo había entendido y no se confundía de persona, y una vez que quedó claro, me levanté, como en un éxtasis, me arranqué la toca, y la arrojé con rabia contra la pared, me dirigí a la salida del Convento, y abrí la puerta con una decisión incontenible.
La calle era un mundo nuevo para mí. Todo era distinto de como lo recordaba, pero no me entretuve en fijarme, sino que emprendí con prisa el camino hacia la casa donde vivía Goyo cuando nos conocimos.
Recuerdo que la gente me miraba asombrada, pero yo no podía devolverles la mirada porque mi vista sólo quería ir de frente.
Un lazarillo caritativo me cuidaba mientras me acompañaba por ese itinerario que ya había recorrido tantas veces con la imaginación: Calle de la Almoneda, Cuesta del Príncipe, Afiladores, General Espartero, Las Acacias, Isaac Peral y, por fin, calle Navarra, número trece.
Habían instalado un portero automático. Gregorio Valencia y Luisa Conrado, segundo izquierda. Así supe que ella se llamó Luisa y que Goyo se había quedado en la casa de sus padres.
Apreté el pulsador hasta que una voz de locutor de radio preguntó quién es.
- Soy Esperanza, le dije.
Y caí redonda al suelo.
Perdí el conocimiento, aunque seguía escuchando voces alteradas, aire, darle aire, decían, dejar sitio para que pueda respirar, qué le ha pasado, preguntaban, ¿hay algún médico por aquí?, ponerle algo debajo de la cabeza, avisar a una ambulancia, oía muchas voces cuchicheando, es una monja de las de clausura, ¿qué hará fuera del Convento?, mucho alboroto, hasta que pude distinguir, entre todos los ruidos, uno: el del portal abriéndose.
Un instante después unos brazos se atrevieron a cogerme y escuché que él decía, como si fuera una oración: Esperanza, Esperanza, Esperanza...
Cuando recobré el conocimiento estaba tumbada en una cama.
Una persona de la Cruz Roja dijo ya vuelve en sí; me hizo una serie de preguntas para comprobar cómo me encontraba. Está usted bien, Hermana, me dijo, así que yo me puedo ir.
Sólo cuando salió de la habitación noté que alguien tenía cogida mi mano derecha.
Era Goyo.
Puse una sonrisa de lela para darme tiempo a terminar de recuperarme y para fijarme en él. Si le hubiera encontrado en la calle sin duda le habría reconocido. Salvo el bigote, que ya se había atrevido a salir con fuerza, y el cabello, que mezclaba bastantes canas con el tupido azabache, en todo lo demás estaba igual.
Sus ojos aguados demostraban intranquilidad. La sonrisa inquieta delataba su preocupación por mí. La mirada incrédula hablaba de su sorpresa. La voz que titubeó confesó su desconcierto.
¿Cómo estás?, preguntó, y le contesté con un encogimiento de hombros.
Después, cuando me pude incorporar, le conté todo lo demás. Le conté mi vida de esos treinta y dos años en treinta y dos segundos. Más tardé en contarle el desconcierto de mis sentimientos, los otros desconciertos, la locura, las furias, todos los océanos de lágrimas, el dolor incrustado en el alma, los rezos por su bienestar... y las maldiciones... y el martirio de saberle a tan pocos metros y no tener fuerzas para escapar; el calvario de ver cómo era abandonaba por mi espíritu, cómo recibí la puñalada de su matrimonio, y la eternidad de las noches despierta.
Él me contó sus treinta y dos años casi minuto a minuto: su incomprensión por mi desaparición, cómo mi padre le echó a empujones de casa cuando fue a pedirle explicaciones; me dijo que nunca supo que yo estaba tan cerca porque corrieron el bulo de que me había ido a América, con mis tíos; me habló de las lágrimas surcando el desierto en sus mejillas, de las noches de delirio, de la boda con Luisa para olvidarme, de sus hijos, y de una vida, su vida, en la que quedaba un gran vacío ya que mi ausencia fue irremplazable.
La noche que vino después estuvo llena de confidencias. Se liberaron todos los secretos. Se dijeron aquellos quebrantos que estaban por pronunciarse y aquellas esperanzas que habían logrado sobrevivir.
Se habló de amor como debe hacerse: con la voz del corazón.
Desde ese mismo día me quedé a vivir con él.
Por fin.
Vivimos quince años maravillosos antes de que el Alzheimer me lo robara.
Lleva cuatro años así.
No me conoce, y eso es lo que más me duele: verle ahí, como está ahora, mirándome y confundiéndome con la pared. Eso me mata.
Y que no me pueda amar como sé que me ama y que no pueda sentir cómo yo le sigo amando.
Es mi marido, a pesar de que no lo confirme la Iglesia. Es mi vida. Lo es todo para mí. Y le amo. Más que a nada en el mundo.
Yo tengo el cuerpo bien, y eso también me duele, porque él es mejor persona que yo, y sus hijos, a los que quiero con locura porque hubieran sido mis hijos si yo me hubiera podido casar con él, le necesitan más que a mí, y ahí está, como está, que es más doloroso que si no estuviera...
Esto me hace retomar mis enfrentamientos con Dios. Creí que había hecho justicia cuando pude empezar a vivir con Goyo, pero me lo quita por segunda vez.
No te entiendo, Dios, no entiendo tus tejemanejes. No estoy de acuerdo contigo, pero te propongo un trato: llévame contigo, pero a él déjale, y déjale bien.
Yo quiero dar mi vida por él...
Francisco de Sales
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