DESDE AQUEL RAMO DE FLORES
Te entregué un ramo de flores gobernado por una escandalera de nervios que transmitían un terremoto a mi mano y una erupción de volcán a mi cara.
También sentía espasmos y contracciones, y padecía el desconcierto de mi cabeza que me abandonaba a mi suerte ante ti, tú tan ignorante de mis sentimientos, yo tan ingenuamente enamorado.
Ahora sí sé que el amor, en muchas ocasiones, es suplantado por la confusión, y que la diferencia en la edad señala a veces una insalvable distancia.
Entonces tenía trece inocentes años.
Tú treinta y nueve, y todos maravillosos.
Llevaba muchos meses idealizándote en silencio.
Cada vez que venías a visitar a mi madre, tu amiga del alma,
añadía una nueva flecha en un corazón que había pintado.
Ese era mi segundo mayor secreto:
un folio donde un corazón gigante sangraba víctima de enamoradas flechas.
Cada una significaba que te había visto otra vez.
El otro gran secreto, el primero, era que estaba enamorado de ti.
Desde siempre.
Desde que me cogías en brazos.
Desde que me apoyabas en tu pecho,
tus pechos,
y me decías duerme conmigo.
Desde entonces.
Ahora estoy seguro de esto que digo. Siempre lo he dicho así, pero porque lo he querido ver como algo poético, un poco romántico, irreal, sólo posible en la fantasía de mi imaginación: haber estado enamorado de ti desde que nací, como si una de esas cosas que cuentan de las reencarnaciones fuera verdad y ya te amara desde muchos siglos antes, y nada más sentir tu latido te reconocí. Pero es que es cierto: siempre te he amado.
A los trece años si uno no es tímido es osado.
O las dos cosas.
O la timidez te empuja a la osadía.
O uno es osado porque no sabe que es tímido,
o es tímido porque no sabe que es osado.
O uno es de una timidez osada…
Así que dirigido por una necesidad perentoria,
o azuzado por el deseo de compartir esa quemazón tan bien cuidada,
o buscando entre lo imposible la posibilidad
de que tú me calmaras con la correspondencia hacia mi amor,
te entregué el ramo de flores,
te dije te amo del modo más audible y menos tembloroso que pude,
y aguardé con el brazo estirado hasta que tú las recogieras,
las abrazaras contra tu regazo,
y repitieras para mí,
como si fueras un eco,
las mismas palabras que yo había pronunciado para ti.
Pero no pasó nada de lo que yo deseé.
Te costó trabajo contener la risa correspondiente a aquello,
que para ti era una chiquillada
y para mí era el acto más maduro y reflexivo de mi corta vida.
Por respeto,
y por amor,
pero otro tipo de amor distinto del deseado,
lo que hiciste fue aceptar las flores y componer de urgencia
unas frases que fueran bálsamo y excusa, pero que aparentaran sinceridad;
que no hirieran ni alentaran,
que no hicieran daño ni nutrieran ilusiones.
Por eso recurriste a que era normal lo que me estaba pasando y que todos,
incluida tú misma, pasamos por esa etapa en la que los sentimientos aún no han sido capaces de aclararse y se confunden sin mala intención.
Me dijiste “eres como un hijo para mí”,
“te he visto nacer y te he tenido en mis brazos durante tu infancia”,
“te he acompañado a lo largo de tu vida con cariño
porque eres el hijo de mi mejor amiga, pero que no debes confundirte”,
“debes dejar pasar el tiempo y las cosas se irían colocando en su sitio”,
“siéntete muy orgulloso por lo que acabas de hacer,
ya que quedan pocas personas con esa capacidad
de manifestar los sentimientos sinceramente
y que se arriesguen a manifestarlos antes de dejar que se envenenen de silencio”.
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