Teseo, Ariadna y el mito del laberinto eterno.
Muchos recordarán la historia de Teseo (Θησεύς, "el fundador") y el Minotauro, abominación hijo de Pasifae, una mujer mortal, y un magnífico toro cretense. Teseo viaja de Atenas a Creta con la intención de matar al Minotauro, cuyo culto reclamaba sacrificios humanos. Para ello, se dirige al laberinto donde el rey de Creta, Minos, había confinado a la bestia, un sitio de arquitecturas imprecisas, cambiantes, de donde era imposible salir. La joven Ariadna (Ἀριάδνη, "la más pura"), hija de aquel rey, le ofrece al héroe su ayuda para no extraviarse en el laberinto, y gracias a esa ayuda (una espada mágica y un ovillo de hilo) Teseo logra matar a la bestia y salir indemne de los oscuros y traicioneros pasadizos diseñados por Dédalo.
Algunos sostienen que el mundo es un laberinto, y que salir de él resulta imposible. Más aún, que ningún laberinto posee una salida, sino aberturas engañosas que dan la impresión de un pasaje hacia el afuera. Pero el afuera no existe. La persona que entra a un laberinto jamás puede salir. En todo caso, el que saldrá es otro, similar a uno mismo, pero cambiado por la experiencia. En definitiva, alguien más.
Es normal atribuirle al Minotauro el señorío de su laberinto, pero su dominio es únicamente físico. El verdadero Señor del Laberinto es quien logra someterlo a la astucia, el intelecto, y un sentido de orientación prodigioso.
Ahora bien, el mito concluye con la victoria de Teseo y la huida de Creta con la hermosa Ariadna. Lo que pocos conocen es que luego de aquellos acontecimientos se produjo una de las traiciones mejor olvidadas de la mitología griega.
Teseo y Ariadna huyen juntos de Creta en medio de promesas de amor eterno. Homero, poco propenso a desarrollar este escape, señala en La Odisea que la joven es asesinada por Dionisos bajo un pretexto poco claro. Hesíodo, en cambio, nos relata que la pareja, a bordo de uno de los barcos de la armada ateniense, debe anclar con enormes dificultades en las costas de Naxos a causa de una feroz tormenta. Aprovechando el sueño profundo de Ariadna, que descansaba en la arena mientras los navegantes reparaban el barco, Teseo decidió zarpar sin ella, pues en el fondo la consideraba una extranjera y una traidora.
La embarcación rompió las olas furiosas de la isla de Naxos, y Ariadna permaneció allí, soñando el sueño de los enamorados, indiferente al abandono inexcusable del héroe. Al despertar notó que Teseo había partido, y su llanto de tristeza y furia creció con tal fuerza que Dionisos, el dios del vino y los excesos, se presentó ante ella. Ariadna, decidida a vengarse, accedió a casarse con la divinidad. De él parió a Enopión, la personificación de la embriaguez, hecho que le ganaría el ascenso a los cielos como la constelación Corona Borealis. Previamente, Ariadna le solicitó a su esposo un regalo de bodas típicamente mítico: la venganza absoluta.
Antes de partir hacia Creta, Egeo, padre de Teseo, le habia rogado al héroe que si vencía al Minotauro debía ingresar a las costas de Atenas con velas blancas sobre sus navíos, o negras, si la empresa había fracasado. De este modo podría conocer el destino de su hijo antes que nadie.
Mientras Teseo navegaba orgulloso hacia su patria, el abandono de Ariadna lo golpeó con toda la fuerza del destino. Poseidón, siempre bien dispuesto a irritar a los atenienses, lanzó una ola terrible sobre la embarcación que comandaba el héroe. Las velas blancas fueron destrozadas, y para llegar a puerto no hubo otra alternativa que izar las velas negras que tanto temía ver el anciano Egeo.
Desde lo alto de su torre, el anciano vio las velas negras sobre el horizonte, y, creyendo que su hijo había caído, se arrojó desde las alturas.
Algunos dicen que al enterarse de aquella muerte, Ariadna decidió suidarse colgándose de un árbol. Otros, menos proclives a los finales poéticos, aseguran que vivió largos años junto a su nuevo marido.
Lo cierto es que Ariadna, la más pura, jamás fue olvidada en Creta, su tierra natal, incluso luego de aquella traición por amor. En una tablilla micénica, cuyo origen se remonta a la noche de los tiempos, existe una inscripción que, traspolada a nuestra lengua, puede leerse así: Ardapuritojopotinija, la Verdadera Señora del Laberinto. En la misma tablilla podemos ver una imagen apesadumbrada de Teseo en pleno extravío laberíntico, y a Ariadna, bella y sonriente, satisfecha de haberle hecho creer al héroe que existía una salida.
El laberinto es eterno. Solo existen salidas estrechas que conducen a nuevos pasadizos de locura. La verdadera condena no consiste en extraviarse, sino en recorrerlo en soledad.