EL REENCUENTRO
Corría la década de los cincuenta, en ese momento no era normal ver a tantos indigentes por la calle.
Un día, apareció Horacio por el barrio, y en un terreno baldío, se construyo una tapera. A la inversa de lo que suelen ser los “cirujas”, este era un hombre cuidadoso y educado. Saludaba a todos los vecinos con cortesía, aunque algunos huyeran despavoridos ante su acercamiento, y se esmeraba por tener siempre su persona y su ropa limpia. Se lo veía con un sobretodo negro y un sombrero del mismo color, que levantaba en el saludo y su único tesoro se componía de algunos libros, que leía con abstracción.
Al principio, todos lo esquivaban y se molestaban con su presencia. Horacio, no comprendía el por qué de esa reacción, él no molestaba a nadie y... tampoco recordaba, cómo era que había ido a parar allí, ni nada en absoluto de su pasado. Tan sólo un sueño recurrente, parecía conectarlo a él: Por las noches, el llanto de un bandoneón, lánguido y triste, parecía horadarle la cabeza y cuando el sonido parecía invadirlo todo, recién allí, surgía nítida y brillante, siempre la misma imagen: Veía a un hombre mayor que con un paño de franela sobre una de sus piernas, pulsaba un bandoneón, arrancando del instrumento, negro y lustroso con incrustaciones de nácar, celestiales melodías que transportaban a los cielos. Y frente a él, un niño, que lo miraba absorto, con los ojos arrobados, hipnotizado por la música. Y estaba seguro que ese era un eslabón de su ayer... mas, no podía dilucidar quiénes eran los personajes y qué mágicos hilos lo ligaban a ellos. Siempre despertaba sentándose en su precaria cama, transpirado y con el pulso acelerado.
Si bien, Horacio no se quejaba por el rechazo de la gente, su alma sensible no dejaba de sufrir por las reacciones. Luego suspirando pensaba. “Bueno, sus motivos tendrían para hacerlo”.
Cierto día, en que pensativo revolvía el reluciente “tachito” con el mate cocido, la vio dar vuelta la esquina, parecía un ángel con el guardapolvo blanco de tablitas, ceñido apretadamente a su pequeña cintura. Él no podía dar crédito a que después de tanto desprecio, alguien del barrio, le sonriera. ¡Pero, sí, era verdad, ella lo estaba haciendo! Iba acercándose a la vereda del baldío, con paso tan elegante, que sus pies, parecían no rozar el piso. Era alta y espigada y cargaba en su brazo derecho, algunas carpetas y libros. Él tímidamente la saludó y ella, amplió aún más su sonrisa en la respuesta. Y siguió caminando prestamente, hacia la parada del colectivo. Todas las mañanas, Horacio esperaba con ansiedad, el paso de la niña, que no debía de tener más de… catorce o quince años, Sólo por ella, en un viejo cuaderno encontrado, comenzó a escribir poesías, con un lápiz diminuto. A él le parecía que ella era un ser mágico, que lo sacaba de las tinieblas en que estaba inmerso, algo así, como un ángel… un toque divino.
Ella comenzó a pasar un poco más temprano y comenzaron a dialogar. Él se enteró que ella estaba en segundo año de la Escuela Normal y ella supo que a Horacio, lo apasionaba la lectura. Al provenir ella de una familia de profesionales, poseedores de una basta biblioteca, le fue prestando diversos libros para que leyera.
Un día él le comentó del sueño que lo atormentaba, y le contó que luego de presentársele las imágenes en movimiento y de tonos brillantes, ellas se petrificaban e iban virando al sepia, lentamente, para que el sonido del bandoneón, lo inundara todo nuevamente. Ella, mirándolo a los ojos, le dijo, que no se atormentara y prometió que iba a ayudarlo a reencontrarse con su pasado.
Transcurrió el tiempo y el breve encuentro mañanero, inundó de sol la vida del pobre lingera. Los vecinos, al ver que la hija de los Doctores, hablaba con él, comenzaron a saludarlo y le acercaban algunos víveres. Cierto día, Horacio comenzó a observar, que todos lavaban las veredas más seguido de lo acostumbrado, que pintaban con cal los cordones de las mismas y que los chicos al pasar, dejaban como huella, un profundo olor a alcanfor. Al leer los diarios viejos que le regalaban, supo que la epidemia de “poliomelitis”, se estaba cobrando una abultada cantidad de víctimas fatales.
Una mañana en que él estaba esperando, como siempre, que ella diera vuelta la esquina, su musa, no apareció. En vano la esperó ese y los siguientes días. Sabía que ella vivía a escasas cuadras, pero jamás se había tomado el atrevimiento de llegarse hasta su casa, ¡Pero ya no podía esperar más!... y guió sus pasos hasta allí.
La casa con hermoso jardín, estaba llena de gente y las enormes coronas, se sucedían hasta la vereda. Desesperado preguntó qué había pasado y la respuesta de los doloridos rostros fue que “la polio”, se la había llevado.
Horacio, desesperado, comenzó a correr, llorando enloquecido, sin saber su rumbo. Al caer la noche, agotado por la fatiga, se sentó en el portal de una vieja casona abandonada y al apoyar su dolorida espalda contra la reja, ésta se abrió con un chirrido profundo. Entró al jardín enmalezado y se desplomó debajo de un añoso pino. Ya sin lágrimas pensó, que no tenía sentido su vivir, que lo único que le brindaba fuerzas, no estaría nunca más para alentarlo. Vio una soga enrollada en el piso y una de las ramas del pino que le servirían para concretar su pensamiento.
Cuando estaba pasando la soga anudada por su cabeza, la vio, estaba más hermosa y radiante que nunca. Comenzaron a escucharse los compases de un tango en los gemidos de un bandoneón y ella, tendiéndole la mano le dijo:
- Yo, no olvido mis promesas-
Horacio se aferró a la mano con desesperación y siguiéndola, penetró en la casona. Al subir por la escalera de madera que se quejaba a cada pisada, las notas del bandoneón, se hacían más intensas, más vibrantes y ya en la boardilla, la puerta de un ropero de cedro con un enorme espejo, se abrió ante ellos. Horacio, no entendía nada, frente a él estaba el bandoneón de sus sueños y un cofre de madera, repleto de fotos y documentos.
Cuando se despertó, tenía el bandoneón entre sus manos y sin pensarlo, era él quien arrancaba de ese “fueye” la melodía de un tango susurrante.
Todas las ideas se agolpaban en su mente pugnando por salir... y recordó: Era ese el bandoneón de su abuelo, quien con tanto amor le enseñó a pulsarlo, eran esos todos sus documentos con su foto. Y por lo que en ellos decía, era esa, la casa de sus ancestros que estaba a nombre de él, en suma… su casa.
El ángel que lo ayudara, había volado hacia otras dimensiones, pero le había obsequiado, como último regalo: El puente hacia su vida pasada, su conexión con el ayer, en suma…su propia identidad.
Ana María Sanchis