andres
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| Tema: El Ama Vie 18 Jul 2014, 9:22 am | |
| El Ama Yo aprendí en el hogar en qué se funda la dicha más perfecta, y para hacerla mía quise yo ser como mi padre era y busqué una mujer como mi madre entre las hijas de mi hidalga tierra. Y fui como mi padre, y fue mi esposa viviente imagen de la madre muerta. ¡Un milagro de Dios, que ver me hizo otra mujer como la santa aquella!
Compartían mis únicos amores la amante compañera, la patria idolatrada, la casa solariega, con la heredada historia, con la heredada hacienda. ¡Qué buena era la esposa y qué feraz mi tierra! ¡Qué alegre era mi casa y qué sana mi hacienda, y con qué solidez estaba unida la tradición de la honradez a ellas!
Una sencilla labradora, humilde, hija de oscura castellana aldea; una mujer trabajadora, honrada, cristiana, amable, cariñosa y seria, trocó mi casa en adorable idilio que no pudo soñar ningún poeta
¡Oh, cómo se suaviza el penoso trajín de las faenas cuando hay amor en casa y con él mucho pan se amasa en ella para los pobres que a su sombra viven, para los pobres que por ella bregan! ¡Y cuánto lo agradecen, sin decirlo, y cuánto por la casa se interesan, y cómo ellos la cuidan, y cómo Dios la aumenta!
Todo lo pudo la mujer cristiana, logrólo todo la mujer discreta.
La vida en la alquería giraba en torno de ella pacífica y amable, monótona y serena...
¡Y cómo la alegría y el trabajo donde está la virtud se compenetran!
Lavando en el regato cristalino cantaban las mozuelas, y cantaba en los valles el vaquero, y cantaban los mozos en las tierras, y el aguador camino de la fuente, y el cabrerillo en la pelada cuesta... ¡Y yo también cantaba, que ella y el campo hiciéronme poeta!
Cantaba el equilibrio de aquel alma serena como los anchos cielos, como los campos de mi amada tierra; y cantaba también aquellos campos, los de las pardas, onduladas cuestas, los de los mares de enceradas mieses, los de las mudas perspectivas serias, los de las castas soledades hondas, los de las grises lontananzas muertas...
El alma se empapaba en la solemne clásica grandeza que llenaba los ámbitos abiertos del cielo y de la tierra.
¡Qué placido el ambiente, qué tranquilo el paisaje, qué serena la atmósfera azulada se extendía por sobre el haz de la llanura inmensa!
La brisa de la tarde meneaba, amorosa, la alameda, los zarzales floridos del cercado, los guindos de la vega, las mieses de la hoja, la copa verde de la encina vieja... ¡Monorrítmica música del llano, qué grato tu sonar, qué dulce era!
La gaita del pastor en la colina lloraba las tonadas de la tierra, cargadas de dulzuras, cargadas de monótonas tristezas, y dentro del sentido caían las cadencias como doradas gotas de dulce miel que del panal fluyeran.
La vida era solemne; puro y sereno el pensamiento era; sosegado el sentir, como las brisas; mudo y fuerte el amor, mansas las penas, austeros los placeres, raigadas las creencias, sabroso el pan, reparador el sueño, fácil el bien y pura la conciencia.
¡Qué deseos el alma tenía de ser buena, y cómo se llenaba de ternura cuando Dios le decía que lo era!
II
Pero bien se conoce que ya no vive ella; el corazón, la vida de la casa que alegraba el trajín de las tareas, la mano bienhechora que con las sales de enseñanzas buenas amasó tanto pan para los pobres que regaban, sudando, nuestra hacienda.
¡La vida en la alquería se tiñó para siempre de tristeza!
Ya no alegran los mozos la besana con las dulces tonadas de la tierra que al paso perezoso de las yuntas ajustaban sus lánguidas cadencias.
Mudos de casa salen, mudos pasan el día en sus faenas, tristes y mudos vuelven y sin decirse una palabra cenan; que está el aire de casa cargado de tristeza, y palabras y ruidos importunan la rumia sosegada de las penas.
Y rezamos, reunidos, el Rosario. sin decirnos por quién..., pero es por ella. Que aunque ya no su voz a orar nos llama, su recuerdo querido nos congrega, y nos pone el Rosario entre los dedos y las santas plegarias en la lengua.
¡Qué días y qué noches! ¡Con cuánta lentitud las horas ruedan por encima del alma que está sola llorando en las tinieblas!
Las sales de mis lágrimas amargan el pan que me alimenta; me cansa el movimiento, me pesan las faenas, la casa me entristece y he perdido el cariño de la hacienda.
¡Qué me importan los bienes si he perdido mi dulce compañera!
¡Qué compasión me tienen mis criados que ayer me vieron con el alma llena de alegrías sin fin que rebosaban y suyas también eran!
Hasta el hosco pastor de mis ganados, que ha medido la hondura de mi pena, si llego a su majada baja los ojos y ni hablar quisiera; y dice al despedirme: «Ánimo, amo; «haiga» mucho valor y «haiga pacencia...» Y le tiembla la voz cuando lo dice, y se enjuga una lágrima sincera, que en la manga de la áspera zamarra temblando se le queda...
¡Me ahogan estas cosas, me matan de dolor estas escenas!
¡Que me anime, pretende, y él no sabe que de su choza en la techumbre negra le he visto yo escondida la dulce gaita aquella que cargaba el sentido de dulzura y llenaba los aires de cadencias!...
¿Por qué ya no la toca? ¿Por qué los campos su tañer no alegra? Y el atrevido vaquerillo sano, que amaba a una mozuela de aquellas que trajinan en la casa, ¿por qué no ha vuelto a verla?
¿Por qué no canta en los tranquilos valles? ¿Por qué no silba con la misma fuerza? ¿Por qué no quiere restallar la honda? ¿Por qué esta muda la habladora lengua, que al amo le contaba sus sentires cuando el amo le daba su licencia?
«¡El ama era una santa!...», me dicen todos, cuando me hablan de ella. «¡Santa, santa!», me ha dicho el viejo señor cura de la aldea, aquel que le pedía las limosnas secretas que de tantos hogares ahuyentaban las hambres y los fríos y las penas.
¡Por eso los mendigos que llegan a mi puerta llorando se descubren y un padrenuestro por el «ama» rezan!
El velo del dolor me ha oscurecido la luz de la belleza.
Ya no saben hundirse mis pupilas en la visión serena de los espacios hondos, puros y azules, de extensión inmensa.
Ya no sé traducir la poesía, ni del alma en la médula me entra la inmensa melodía del silencio, que en la llanura quieta parece que descansa, parece que se acuesta.
Será puro el ambiente, como antes, y la atmósfera azul será serena, y la brisa amorosa moverá con sus alas la alameda, los zarzales floridos, los guindos de la vega, las mieses de la hoja, la copa verde de la encina vieja...
Y mugirán los tristes becerrillos, lamentando el destete, en la pradera, y la de alegres recentales dulces tropa gentil escalará la cuesta balando plañideros al pie de las dulcísimas ovejas; y cantará en el monte la abubilla, y en los aires la alondra mañanera seguirá derritiéndose en gorjeos, musical filigrana de su lengua...
Y la vida solemne de los mundos seguirá su carrera monótona, inmutable, magnífica, serena...
Mas ¿qué me importa todo, si el vivir de los mundos no me alegra, ni el ambiente me baña en bienestares, ni las brisas a música me suenan, ni el cantar de los pájaros del monte estimula mi lengua, ni me mueve a ambición la perspectiva de la abundante próxima cosecha, ni el vigor de mis bueyes me envanece, ni el paso del caballo me recrea, ni me embriaga el olor de las majadas, ni con vértigos dulces me deleitan el perfume del heno que madura y el perfume del trigo que se encera?
Resbala sobre mí sin agitarme la dulce poesía en que se impregnan la llanura sin fin, toda quietudes, y el magnífico cielo, todo estrellas, y ya mover no pueden mi alma de poeta, ni las de mayo auroras nacarinas con húmedos vapores en las vegas, con cánticos de alondra y con efluvios de rociadas frescas, ni éstos de otoño atardeceres dulces de manso resbalar, pura tristeza de la luz que se muere y el paisaje borroso que se queja... ni las noches románticas de julio, magníficas, espléndidas, cargadas de silencios rumorosos y de sanos perfumes de las eras; noches para el amor, para la rumia de las grandes ideas, que a la cumbre al llegar de las alturas se hermanan y se besan...
¡Cómo tendré yo el alma, que resbala sobre ella la dulce poesía de mis campos como el agua resbala por la piedra!
Vuestra paz era imagen de mi vida, ¡Oh campos de mi tierra! Pero la vida se me puso triste y su imagen de ahora ya no es ésa: en mi casa, es el frío de mi alcoba, es el llanto vertido en sus tinieblas; en el campo, es el árido camino del barbecho sin fin que amarillea.
Pero yo ya sé hablar como mi madre y digo como ella cuando la vida se le puso triste: «¡Dios lo ha querido así! ¡Bendito sea!».... | |
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