Quiso el destino rescatarle de la rutina cotidiana y le llevó, tan dulcemente que no se dio cuenta, por la calle Santísima Trinidad.
Sólo había pasado una vez por esa calle, de la mano férrea de su madre.
El recuerdo le hizo herida.
También le obligó a despegar la mirada del suelo, igual que lo hacía su madre: el mundo no está en tus zapatos, levanta la cabeza…
Qué lejos le sonaba aquello.
Con la vista levantada se multiplicaba el bullicio.
Se esforzó por mantener la postura, que le obligaba a mirar a los ojos de las personas.
Dio unos pasos más y se encontró, de frente e inevitablemente, con ella.
María Isabel García Banderas ya había celebrado cincuenta y nueve cumpleaños.
Cuando él la conoció tenía sólo dieciocho, sólo inocencia y belleza, sólo alegría y futuro.
Fue inevitable enamorarse de ella.
Y él, que nunca había experimentado en las delicias del amor, no supo hacerlo del modo adecuado, y jugó hasta que ambos salieron lastimados.
Por eso, el temor a tener que resucitar lo pasado, le agachó la cabeza y quiso hacerle invisible.
No lo consiguió.
María Isabel García Banderas reconoció en aquel fantasma al joven que la encandiló.
Las canas y las arrugas trataban de ocultarle, pero un aura inconfundible le delataba.
Ese hombre de casi setenta años que se acercaba era el protagonista de sus últimos miles de sueños.
Ni siquiera todo lo que pasó, grandes errores de la inexperiencia, enfriaron la pasión ni acallaron el amor.
Desde aquel entonces, cada instante estuvo plagado de añoranzas por lo que tendría que haber sido su camino de felicidad y acabó siendo el reino de la soledad. No permitió que ningún amor se acercara. Como Penélope, cada noche destejía su amor platónico para reconstruirlo al día siguiente en el limbo sin límites y sin realidad de su imaginación. Algún día él se daría cuenta del daño que le hizo, se daría cuenta de lo imprescindiblemente enamorado que estaba de ella, y volvería con el corazón en sus manos a ofrecérselo sin condiciones.
Ella, por supuesto, aceptaría.
Gerardo, una vez, pero hacía mucho tiempo, y porque se encontró con una mujer que se parecía un poco a ella, tuvo una leve punzada en los remordimientos, y trató de acallarse alegando inexperiencia, pero no lo consiguió.
En aquella época estaba en Viena, pero pensó en volver a buscarla, volver al principio, volver a amarla.
Otras mujeres aplacaron el recuerdo, pero nunca la destronaron.
El olvido, por respeto, no quiso llevársela a sus vacíos.
María Isabel García Banderas le miró nuevamente en el mismo instante en que él reunió el valor suficiente para mirarla a los ojos, sujetar un gesto que le delatara, y eliminar el tropel de sentimientos, mientras ella desmontaba una a una las piezas de la idealización, forzaba al silencio a su corazón, amarraba su boca, reprimía cualquier intento de sublevación de sus emociones, todo ello en el mismo tiempo en que él, en el segundo eterno que se cruzaron, la añoró, lloró un llanto de secano, y resumió su pasado en “un tiempo perdido”, el mismo tiempo que ella gastó en delirar, en rezar al Santo Patrón de los Imposibles a quien había pedido que sucediera este mismo momento, pero muchos años antes y con otro final.
Se alejaron en direcciones opuestas, cada uno con la tristeza propia de su desilusión, la congoja callada por una vida desperdiciada en la espera, y el dolor inconsolable por cuánto se perdieron.