EL CURA AHORCADO
Sobresaltados, asombrados, incrédulos, escucharon la espantosa noticia del jovencísimo sacerdote que amaneció colgado de una soga amarrada a la barandilla del coro.
No encontraron ni siquiera una nota que desenmarañara el misterio así que las suposiciones se multiplicaron y “tal vez lo hizo porque cometió un pecado imperdonable” –según Doña Alma- o “por un dolor fuerte de su espíritu” –como dijo María-, “tal vez por deudas de juego clandestinas” –apostó Don Mario- o “por una enfermedad grave e incurable” –como supuso la boticaria-.
No había una idea clara porque apenas llevaba unos meses en la Parroquia y no había dado tiempo a desentrañar esos misterios que todos guardamos encerrados en un cajón secreto.
No hubo tiempo de intimar con él más allá de un “buenos días” y aún la mitad de los feligreses le seguían desdeñando porque era demasiado joven para tanta responsabilidad y porque sus sermones eran blandos, cargados de sensiblería y con la repetición constante, siempre acompañada de una sonrisa, de la palabra AMOR que pronunciaba en mayúsculas. Carecían de la contundencia amenazante y aterradora de los que exhortaba desde el púlpito Don Celso, su antecesor.
Rubito y bien parecido aunque con una mirada triste. Deportista. Muy lejos de la idea de los curas viejos y tripudos. Más bien parecía un monaguillo crecidito.
Esa mañana, cuando Doña Rosario llegó puntual a las siete y media para tener todo preparado para la misa de las ocho, al abrir el portón principal lo primero que vio fueron unos pies descalzos que quedaban a la altura de sus ojos, y cuando se sobrepuso al desconcierto y el sobresalto, encontró un hombre colgado de una soga; desde la inmovilidad en la que le dejó el susto se santiguó tres veces, pero se dio cuenta en un momento de lucidez que no había mojado sus dedos en la pila de agua bendita; retrocedió hasta llegar a ella, mojó dos dedos, volvió al sitio anterior y se santiguó tres veces.
No se atrevió a mirar quién era el ahorcado, que quedaba de espaldas a ella y de cara al altar, y en ningún momento pasó por su cabeza que fuese el cura Martín –aún no se había ganado el título de Don-; mientras corría hacia el cercano Cuartel de la Guardia Civil quiso construir en su mente el discurso con el que contaría lo que acababa de descubrir, pero cuando quedó frente al Guardia sólo fue capaz de hilar monosílabos confusos y desconcertados. Iglesia, hombre, ahorcado, muerto, ayuda.
Acompañó a la carrera a los dos Guardias, que llegaron antes que ella a la Iglesia; entró justo en el momento en que uno de ellos dijo en voz alta “es Martín”.
Empezaron a llegar los feligreses madrugadores que acudían a la misa de ocho. Uno de los Guardias se encargó de impedir la entrada a la Iglesia mientras el otro llamaba por teléfono a una ambulancia y a su Cuartel para que viniesen a hacer el Atestado.
Hoy, a las doce, se ha hecho una misa de difuntos oficiada por el cura del pueblo que tenemos más cercano. No se ha presentado ningún alto cargo eclesiástico. Se ve que no quieren que estas cosas se sepan. Es una mancha negra en el historial y es mejor ocultarlo.
Era la primera vez que no estaba tras el altar y que no era él quien esparcía el contenido del hisopo sobre el féretro.
Estábamos nueve. El resto de los habitantes del pueblo no quisieron acudir. Ya se sabe cómo son los pueblos: los rumores corren más que el viento. Y ya se sabe cómo son las parroquianas viejas: siguen creyendo que un cura ahorcado no tiene derecho a una misa, ni al perdón de Dios –por su mal ejemplo-, ni a ocupar un espacio en el camposanto.
A pesar de esa oposición obstinada de algunos, se le ha enterrado en el cementerio. Ninguna ley lo prohíbe. De nada han servido las quejas al alcalde de veintidós vecinas que se presentaron en tropel en la Alcaldía, ni la llamada que hizo Doña Pura a su primo, que es secretario del Arzobispo, quien le ha intentado convencer de que depongan su actitud hostil.
Han tenido el detalle de esperar a que fuese de noche para enterrarlo y han escogido el rincón más alejado y oculto para darle tierra. “No le pongan ni una lápida” ha ordenado el cura al enterrador al acabar la ceremonia final. Sabía que no tenía familiares y pensó que mejor no poner nada y dejar que el olvido haga bien su trabajo.
Escribí lo anterior la misma noche del entierro, cuando llegué a casa. Un diecisiete de febrero. Hace nueve años. La tumba sigue sin una lápida que sea su recordatorio. Cada aniversario he ido allí a rezar una oración. Cada año me he encontrado sobre la sepultura una rosa amarilla y una nota en blanco, silenciosa como los secretos; una carta muda diciendo algo que no se puede decir y que sólo pueden leer los ojos del destinatario.
Hoy madrugué. La curiosidad llevaba ocho años martirizándome. Encontré un sitio desde el que observar sin poder ser vista. No esperé mucho. Era una joven de no más de veintiocho o treinta años, rubia, con gafas oscuras, mirando a todos los lados como un ladrón que no quiere ser descubierto. Se paró frente a la tumba, miró nuevamente a todos los lados, se santiguó, sacó del interior de su gabardina una rosa amarilla que besó antes de depositarla. Estuvo unos cuantos minutos. Desde mi situación sólo pude intuir algunas convulsiones de su cuerpo y cómo en repetidas ocasiones introducía un pañuelo entre las gafas y sus párpados y recogía las lágrimas. Me pareció que dijo algunas palabras, pero no llegué a entenderlas con claridad. De todas ellas sobresalió una que sí llegó a mí con nitidez.
Dijo AMOR –como lo decía él- y mirando a todos los lados, como el ladrón que huye porque ya ha hecho su trabajo, emprendió lentamente su huída.