NO DEBEMOS IMPEDIR QUE OTROS VIVAN SUS PROPIAS EXPERIENCIAS
En mi opinión, en mi vida personal han sucedido cosas que me han llevado a darme cuenta de algo que no me ha sido fácil comprender y aceptar hasta que ya se convirtió en algo tan evidente, tan claro y rotundo que es imposible seguir negándolo.
Esta dificultad para aceptarlo me viene de ese sentimiento –que no sé de dónde surge- de que hay que ayudar a los otros siempre, incluso aunque no lo hayan pedido y no lo deseen. Parece que no somos conscientes de que con esta actitud estamos menospreciando al otro y a su capacidad de resolver sus propios asuntos. Muchas personas creen estar en posesión de la verdad y ser más listos que los otros y piensan que pueden –y deben- evitarles el dolor y el sufrimiento. Y con su actitud tal vez estén interfiriendo innecesariamente en las experiencias que los otros tienen que vivir.
Esta actitud la arrastramos y ponemos en práctica sin pensar en cada ocasión si es la adecuada y si tenemos derecho a inmiscuirnos en la vida de los demás indicándoles, de algún modo, cómo tienen que ser, qué sí y qué no tienen que hacer, qué es y qué no es lo correcto.
Lo que he descubierto, y en este momento estoy convencido de que es así, es que no tenemos que intervenir de ningún modo en ciertas experiencias personales de otras personas. Nuestra intervención sólo serviría para aplazar esa experiencia –que antes o después tiene que vivir para su aprendizaje y evolución- o serviría para impedirle que aprenda a ser él mismo, y que crezca y se desarrolle.
En ningún momento sabemos si las experiencias que el otro tiene que vivir, aunque aparenten ser dolorosas e innecesarias, en realidad son imprescindibles, ya que hay cosas que no se aprenden solamente con la teoría sino que necesitan ser experimentadas para su correcto aprendizaje. Es complicado quedarse impasible ante el sufrimiento ajeno, pero es conveniente tener objetividad y estar muy atento para no interferir en lo que no debemos obstaculizar.
A veces cuesta trabajo comprenderlo, pero las personas –incluidos nuestros seres queridos- tienen que vivir sus experiencias aunque nosotros seamos afectados por ello directa o indirectamente, incluso aunque con nuestro quedarnos sin intervenir tengamos que sufrir.
Esa sobreprotección que a veces ejercemos –o pretendemos ejercer- sobre los otros tal vez no sea buena. No quiero decir que en ningún caso haya que intervenir y que siempre haya que dejar que los otros se estrellen: en algunos casos pueden tener efectos realmente dramáticos sin cumplir una función útil, y ahí es donde ha de mostrase la capacidad atenta de discernimiento para saber cuándo intervenir o cuándo dejar que lo que sea trascurra a pesar de sus previsibles resultados. Porque solucionar sus “problemas”, incluso aunque no lo soliciten, impide que aprendan por sí mismos y puede derivarles a que no crean en sí mismos y siempre busquen que sea otro el que les solucione sus asuntos. A los otros hay que dejarles espacios para que desarrollen sus habilidades, para que venzan sus inseguridades, para que sean independientes y aprendan de sus “errores”.
¿Qué derecho tenemos a interferir en la vida de los otros?, ¿por qué creemos que los otros tienen que hacer lo que nosotros creemos que tienen que hacer?, ¿por qué no erigimos en sabios, en jueces, en sabios?
Hace muchos años me contaron algo de la India que me hizo entender perfectamente lo que me querían decir –aunque cuando he estado allí he comprobado que no es cierto-; me contaron que si en la India un camión atropellaba a una persona, y esta quedaba gravemente herida, nadie se encargaba de llevarla al hospital para que se curase, porque tal vez su experiencia era morir atropellado por un camión. El ejemplo me sirvió.
Cada vez que pretendemos ayudar a alguien conviene comprobar si nos mueve una caridad real –y que es apropiada en ese caso- o es un ego grande quien nos hace actuar. ¿Buscamos ayudar o lo que queremos es lucirnos?, ¿realmente nos necesita o nos inventamos que nos necesita?
La responsabilidad de cada vida es un asunto personal en el que no siempre es necesario ni recomendable intervenir. De los errores propios se aprende la tolerancia a la frustración. Aprender es una constante en el Ser Humano pero no siempre es uno quien tiene que “enseñar” a los otros.
Todo lo anterior es algo que cuesta trabajo aprender a hacerlo bien, pero con la observación atenta y la reflexión se consigue. Encontrar el equilibrio, la serenidad, y la sabiduría para hacerlo bien es complicado. Pero conviene hacerlo.
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
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