Un hombre caminaba por el bosque profundamente deprimido; las cosas le habían salido tan mal que pensaba que su vida estaba terminada. Su negocio quebró; quienes creía que eran sus amigos lo abandonaron. Pareciera que desde que inició su crisis económica, se hubiera convertido en un enfermo contagioso. Su mujer lo abrumaba todos los días, con tal cantidad de solicitudes, que aun cuando él hacía todo lo posible por resolverlas, ella nunca estaba satisfecha.
Como nadie le prestaba ni un centavo, remató todos sus bienes; hasta sus hijos le faltaban al respeto, pensaban que su padre era un inútil y un tonto para manejar sus asuntos, y no había forma de convencerlos de que las cosas iban de mal en peor; no veía solución a sus múltiples problemas: se encontraba solo y sin salida.
De pronto, en un claro del bosque observó a un pobre venado herido; sangraba profusamente de una de sus patas. El animal se agazapó junto a unas rocas esperando la inevitable muerte; pero de entre los árboles apareció un gran oso gris; el hombre pensó que posiblemente atacaría y acabaría con el agonizante venado; cuál fue su sorpresa al ver que el oso llevaba en su hocico un trozo de panal lleno de miel, que entregó generosamente al moribundo; su perplejidad creció aún más cuando observó al oso oteando y revisando que no existiera alrededor cualquier otro animal que pudiera atacar a su protegido; finalmente, desapareció en la espesura del bosque.
En ese momento, le asaltó al hombre una gran idea: debería imitar la conducta del venado, pues él también se sentía agonizante ante tanta adversidad y pensó: "Cuando uno está en tan malas condiciones siempre existe alguien que se compadezca y nos ayude.
Fue al poblado más próximo, buscó un sitio, lo bastante vistoso, donde obligadamente tendría que verlo la mayoría de sus habitantes; diseñó un gran letrero que decía: "Ayude a este pobre desamparado que en todo le ha ido mal", extendió una manta en el piso, se sentó y tendió la mano. Transcurrieron varios días y fueron tan escasas las monedas recolectadas que se llenó de cólera y reclamó al cielo:
"¿Acaso es tan mala mi suerte que nadie se apiada de mí?", y gritando con todas sus fuerzas reclamó: "¡Dios, por qué nadie me ayuda!", de pronto escuchó una voz celestial que le decía: "Imita al oso y no al venado”.
¿Se siente víctima de la adversidad?
¿Culpa a los demás cuando las cosas no salen como usted desea?
¿Espera que quien está en mejores condiciones le ayude?
¿Cree que es obligación de los demás ayudarlo?
¿Justifica su adversidad por la mala suerte?
¿Se ha preguntado cuál es su responsabilidad en las adversidades que le han acontecido?
La posición de sentirse víctima es muy cómoda: justificar nuestra ira ante la adversidad, buscar culpables o esperar ayuda y creer además que es una obligación de los demás. Cuando el ser humano, no importando su condición, busca la forma de servir sinceramente a los demás, se le aclara el porvenir, y si a esto le agregamos una sincera disposición para aprender de nuestros propios errores, estaremos en posibilidades de hacer del fracaso una valiosa experiencia que nos impulse a convertir las adversidades en oportunidades.
Cuando liberamos a los demás de la obligación de ayudarnos, asumimos la responsabilidad y la autonomía de nuestra propia existencia. Eso es vivir con dignidad